sábado, 27 de diciembre de 2008

Lucha contra el crimen y el desorden.




Memorias de un Teniente de la Guardia Civil)
Cándido Gallego Pérez (Juan Español).
368 pp.
Editorial Rollan, 1957.


 Del capitulo III de la Segunda Parte, narraciones episódicas: Un viaje en compañía del verdugo de Madrid.

Casimiro Muñiz [Municio] había sido guardia de Seguridad, cuando los miembros de esta fuerza ganaban poco más de 15 duros mensuales. Anunciado el correspondiente concurso –al que se presentaron 14 aspirantes para ocupar la plaza terrorífica de criminal al amparo de la ley humana- le fue adjudicada, no sabemos porque méritos, ya que Muñiz era un pobre hombre que temblaba antes sus presuntas victimas. Alto, endeble, seco, de cuarenta y un años, boca desdentada, causaba un aspecto repugnante y grotesco.

Parco en palabras, como si toda su vida y su trágico destino delatara la brutal lucha que en su interior sostenían la conciencia y el deber, Casimiro procuró desde los primeros momentos hacerse simpático, tratando de suprimir la repugnancia que su macabro cometido pudiera causar en nosotros. Parecía percatarse de que nosotros, pertenecientes al Cuerpo Benemérito aureolado con tantas acciones humanitarias y bellas, encargado por la Ley de perseguir al crimen –teníamos que proteger al criminal que esa misma Ley facultaba en nombre de la justicia de los hombres para asesinar impunemente, con todas las garantías de seguridad.

Acomodados en un departamento de segunda clase, comenzamos a fumar mientras el tren corría devorando kilómetros en ruta hacía las dilatadas llanuras de la campiña manchega. El humo de los cigarrillos pareció templar la inicial atmósfera de frialdad:

- Pero, hombre, ¿y cómo se le ocurrió a usted… ser verdugo?
- La vida, señor Guardia. ¡La vida! Esta perra vida, la vida, la familia, los agobios, el hambre. Yo era guardia de Seguridad. Ellos, como ustedes, están mal pagados. Me engolosiné con las 225 pesetas que se ofrecían y un mal día, cunado leí el anuncio del concurso, lo solicité. Me asusté, guardia, me asusté, puede creerme, cuando me comunicaron el fallo. Ya no podía retroceder. Mi pobre mujer, una verdadera santa, enfermó de la impresión cuando lo supo.


> Casimiro –me dijo- ¿tú, un asesino a sueldo del Estado? Pero… ¿sabes lo que has hecho?
> Tenía los ojos desorbitados, la misma mirada terrible que luego he visto en la cara de mis… ¡victimas!
> Mujer, - le dije, para tranquilizarla- , si casi no tendré que “actuar” nunca. ¡Ya lo verás!
> Pero ella, la pobre, la santa y buena mujer, fue mi primera victima. Enfermó de gravedad. Estaba en estado, y su muerte, acaecida a los pocos días, acarreó y arrastró otra victima inocente: el recién nacido. Luego se me murió otro hijo.

El hombre desgranó el rosario de desdichas, como si hubiera caído el peso de la peor maldición.

No hay comentarios: